Hace algún tiempo llegó a mi consulta un chico que presentaba un clarísimo caso de “acoso virtual”. Entre sollozos me describió su problema: había conocido hacía un par de meses a una rubia menuda, ágil como una acróbata, de ojos azules relampagueantes, con la que comenzó a salir. Camila era una persona encantadora, inquieta, de sonrisa fácil y comentarios divertidos.
Si había algo que le gustaba a Camila era estar permanentemente informada a través de Internet de toda clase de temas: deportivos, de la farándula, políticos, ecológicos, artísticos, filosóficos, relativos a la nanotecnología, los usos que se le dan a los botones reciclados, el lenguaje de las ballenas, los problemas sociopolíticos de los habitantes del polo norte, el tratamiento dermatológico al que fue sometido “El Hombre Invisible”, las remolachas gigantes modificadas en el laboratorio, los autos movidos con energía mental y todo lo que ofrezca el amplio y ancho mundo del hipertexto.
Para Camila Internet era como una prenda de lycra que se puede extender—y———extender————————y————————-extender————————————-(hasta el infinito).
De que Camila era una persona informada y sensible por los problemas del mundo –en realidad por todos los problemas del mundo- no le quedaba duda a mi sufrido visitante: de un momento a otro dejaba de preocuparse ante el shock de aquellos consumidores –japoneses, brasileños, mexicanos y australianos- que encontraron un dedo cercenado en una lata de soda; para lamentarse por las personas que han sido atropelladas por carritos de helados; y luego dar gritos de rabia por el trato descortés que había recibido la cúpula del sindicato de malabaristas de Nueva Delhi en la renegociación de su contrato colectivo.
En cualquier caso, el verdadero problema de mi cliente era que Camila tenía una compulsión por saber dónde estaba él y qué estaba haciendo minuto a minuto, por medio de sus tres cuentas de chat, el programa de video conferencia, su celular, las redes sociales y el walkie talkie – sí, Camila le obsequio uno por en caso de que el se extraviase en la selva y no hubiese servicio de Internet -.
El sueño se esfumó para mi aterrado visitante: Camila, la atractiva rubia de ojos vivaces, era una controladora virtual y a él se le estaban terminando los unos y ceros de oxígeno que le quedaban en la red. Tan dramática llego a ser la situación que Camila incluso elaboró una página de Wikipedia de los dos, con foto de la pareja incluida y enlaces a videos de los “momentos cumbres de su noviazgo”.
El sudoroso visitante iba a contarme más detalles de su “hipervínculo” con Camila cuando el “walkie-talkie” que colgaba de su cinturón comenzó a emitir una vocecita electrónica y ronca que decía: “¡miamoooooor!… ¡miaaamoooooooooooor!…¿Dónde estás?…(ruiditos de estática indescifrable)…¿Por qué no estás conectado al Internet?” Fue en ese momento que de un salto de delfín escapó por la ventana y no lo volví a ver.
Como era de esperarse, Camila dio con el paradero de mi mecánica para tratar de hallar al novio del que no supo más –se presume, y esto no se lo digan a Camila, que se hace pasar por un neandertal en el museo, no muy lejos de la exhibición donde tiene su cueva nuestro querido Hombre de Cro-Magnon-.
Es así que comenzó mi amistad con Camila a quien la bauticé como “La Mujer Hipertextual” porque nada se escapa a su red. Ella siempre está, de modo que ya la tendremos por aquí pronto…muy pronto.
At.
E.M.A.
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