En conversaciones con amigos y familiares no falta quien le recomiende a uno casarse. Para darle más fuerza argumentativa esta sugerencia viene acompañada de burlas del tipo “te estás quedando en la percha” o de hondas reflexiones estilo “ya te toca casarte”. Estos consejos me parecen sospechosos por una razón…
quienes realmente te quieren te aceptan como eres: joven; viejo; flaco; gordo; millonario o proleta; con un cuerno que sobresale de tu frente; con o sin super poderes. El verdadero afecto no impone condiciones. Quien busca que cambies tu estatus civil para que seas más aceptable a sus ojos te está imponiendo un requerimiento para acceder a su cariño. Es triste observar como muchos padres desprecian a sus hijos “solterones”, quienes por diferentes razones no pudieron llegar a la tan deseada meta final del altar.
De otra parte, he descubierto algo que podría sonar polémico: con frecuencia son mis conocidos a los que les va mal en el matrimonio los más interesados en que me case. Detrás de la sonriente recomendación que me hacen pareciera que resuena un “ven, únete al club de los infelices”. Curiosamente, quienes son afortunados en sus relaciones maritales son los menos propensos a recomendar a gritos el matrimonio.
Que no se me mal interprete, no estoy ni a favor ni en contra del matrimonio. Mi punto, más bien, es que el matrimonio tiene aplicaciones distintas, es una experiencia que puede ser feliz o dolorosa dependiendo de múltiples factores: personalidades; condiciones económicas; el influjo de la familia política; entre otros. Un amante de las motocicletas y la velocidad no le puede sugerir a su amigo con una condición cardíaca que compre una. Las nociones de lo que es “estabilidad” y “felicidad” son relativas y no se deben imponer.
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