Queridos visitantes de esta humilde mecánica digital,
Si algo circula por las “arterias” de cualquier gran ciudad no son glóbulos rojos o blancos, sino miles de taxis. Vehículos que acarrean el ADN de la urbe: sus historias, anécdotas, sabiduría, y, claro, los rastros de esos amores malos, buenos y fugaces.
La ventaja del lugar en donde se encuentra ubicado mi taller/zaguán -la Ciudad Primavera- es que está cerca de muchos, muchos, sitios, de modo que aprovechando esa circunstancia me fui a dar una vuelta por el Distrito Federal hace algún tiempo. Y claro, no hay manera de estar en el D.F. sin usar sus muy prácticos, verdiblancos, y compactos vochos.
Antes de avanzar y para evitar malosentendidos debo hacer una precisión. Cuando de ciudades, taxis y amores se trata, hay quienes lo primero que se les viene a la mente es la canción “Historia de Taxi” de Ricardo Arjona. Permítanme decirles que el affaire que describe el “Divino Richard” -así se refieren a él los miembros de la Iglesia de Ricardo Arjona que casi me lo matan a Elchico D’Lentes– en su canción está traído de los pelos -muy largos en el caso de este cantautor- y se parece más a la trama de un videojuego para Nintendo Wii que a un amor noctámbulo en la capital de toditititos los chilangos.
Me atrevo a blasfemar en contra de la sagrada palabra del “Divino Richard” con pruebas en la mano. Durante mi visita me trepé en un taxi en el D.F. e inicié la charla con el piloto de la “nave” comentando lo “salvaje” que estaba el atrancón (sí, en el D.F. en hora pico uno puede terminar sin problema novelas de la extensión de “Ana Karenina” o, lo que es equivalente, las cuatro primeras entregas de Harry Potter), la que decantó, como sucede con frecuencia en las charlas con los miembros de la “clase del volante”, en sus amores extramaritales.
Mi taxista me contó, con la serenidad con la que se cuenta del 1 al 10, que tenía una esposa muy linda y un hijo a los que amaba, y que también llevaba una relación con una mujer que estaba casada, quien le había expresado su deseo de tener un hijo con él. En este punto de la historia, con los ojos bien abiertos, “como platos” dirían algunos, exclamé con candor primaveral “¿Y qué hiciste?”. Con la seguridad de un cajero automático me respondió “!Pos claro que le dí un hijo!”. Añadió orgulloso que la criatura se parecía a él, que su amante estaba muy contenta y que su esposo pensaba que el niño era de él. !Todo un combo!
Les voy a dejar a ustedes la parte de sacar moralejas de esta historia, ¿de acuerdo?
Con afecto,
E.M.A.
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