Estimados portadores de corazones tuneados,
Anoche me acosté en el confortable catre que llena una de las esquinas de mi zaguán y me quedé dormido “al toque”, porque en el día había recibido a muchos visitantes que me traían sus historias y deseaban escuchar mi opinión acerca de sus accidentes en las vías del amor. No faltó algún atormentado miembro de la “Iglesia de Ricardo Arjona” que pretendió hacerme escuchar la música de ese melenudo “cantautor” para que salga de mi ignorancia y comience a rendirle culto –no se preocupen, de esta persona me defendí con una llave inglesa en la mano mientras le recomendaba que lea en mi artículo ¡Cambien el disco! (1) las razones de por qué no escucho al cantante guatemalteco.
Mejor volvamos a mi experiencia psíquica. Me imagino que estaba en una fase profunda de mi sueño porque me percaté de que me invadía una sensación de bienestar: tenía la impresión de flotar, tal si la parte más etérea de mi ser se desprendiera de mi cuerpo –estoy seguro que si “El Hombre Impermeable” escucha esta historia me diría, con su diplomacia de boxeador y con un vocabulario que le daría convulsiones a cualquier “académico de la lengua”, que baje la dosis de aguardiente en mis “zaguán parties” de los sábados porque beber me está conduciendo a la demencia-.
El hecho es que a pesar de estar dormido descubrí que había emprendido lo que los entendidos en las “ciencias ocultas” –gente a la que Margarita “La Chica Intermitente” le tiene mucha simpatía porque ella misma es un misterio del calibre de la Atlantida- denominan un “viaje astral”.
Ustedes se preguntarán a dónde fui a dar. Les diré que de aquello sólo me enteré después de vagar un rato. Atravesando las nubes de un cielo soleado comencé a divisar un “asentamiento humano” que definiría como un pueblo caótico y encantador, una pequeña villa como hay tantas en Latinoamérica. A medida que iba descendiendo pude observar que la gente viajaba apiñada en buses tal si fueran costales de papas. Los perros callejeros paseaban sus pulgas con feliz orgullo por las calles, mientras en alguna tienda esquinera se podía leer un letrero que promocionaba un refresco de cola con este eslogan: “Tome Pin y haga ¡Pun!”.
Más allá miré a un niño que vendía un diario llamado “El Hocicón” cuyo lema era “Diario pobre pero honrado”. En algún letrero pude enterarme del nombre del sitio de tan pintoresco lugar, daba por llamarse “Pelotillehue”. Este hallazgo era increíble, ¡había ido a parar con mi cuerpo astral en la ciudad donde vive el muy ilustre Condorito!
De lo que allí encontré les contaré en una entrega futura en este sitio güeb. ¡Les prometo no tardarme mucho!
Con otro abrazo de “wrestler” me despido,
E.M.A.
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